Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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de haberle visto. ¡Animo! levantaos,
dadme vuestra mano, y obedeced.
Baisemeaux, tranquilizado, si no satisfecho, obedeció, besó la mano a Aramis y se levantó diciendo con
tartamuda lengua:
--¿Inmediatamente?
--No exageremos, --repuso Aramis; --sentaos otra vez en vuestro sitio, y rindamos acatamiento a esos
ricos postres.
--De esta no me levanto, monseñor, --dijo Baisemeaux. --¡Y yo, que he reído y bromeado con vos, y he
osado trataros de igual a igual!
--¿Quieres callarte, mi viejo compadre? --replicó el obispo comprendiendo que la cuerda estaba muy ti-
rante y sería peligroso romperla. Vivamos cada cual en nuestra esfera respectiva: tú, contando con mi pro-
tección y amistad, y yo con tu obediencia. Pagados puntualmente esos dos tributos, sigamos tan contentos.
Baisemeaux reflexionó, y al ver, de una ojeada, las consecuencias fatales que podía acarrearle la extorsión
de un preso por medio de una orden falsa. puso en parangón aquellas con la orden oficial del general de la
orden, y halló que esta última no le compensaba.
--Mi buen Baisemeaux, sois un mentecato, --dijo Aramis, que leyó en el pensamiento de su comensal. -
-Perded el hábito de reflexionar, cuando yo me tomo la molestia de hacerlo pro vos.
--Bueno, sí; pero ¿cómo voy a arreglarme? --repuso el gobernador después de haberse inclinado ante un
nuevo gesto que hiciera el obispo.
--¡Qué hacéis cuando soltáis a un preso?
--Sigo las instrucciones del reglamento.
--Pues obrad ahora de la misma manera.
--Me presento con el mayor en el calabozo del preso, y yo mismo le acompaño cuando es personaje de
cuenta.
--Marchiali no es nada de eso, --repuso Aramis con negligencia.
--No lo sé, --replicó el gobernador con acento que quería decir: A vos os toca probármelo.
--Pues si no lo sabéis, es señal que yo tengo razón; de consiguiente tratad a Marchiali como si fuera de
los ínfimos. --Seguiré al pie de la letra el reglamento, el cual indica que el carcelero o uno de los oficiales subalter-
nos debe conducir el preso a la presencia del gobernador, en el archivo.
--Es una disposición muy atinada. ¿Qué más?
--Luego, se devuelven al preso cuantos objetos de valor traía en el instante de la encarcelación, así como
los trajes y papeles, salvo orden contraria del ministro.
--¿Qué reza la orden del ministro acerca de Marchiali?
--Absolutamente nada, pues el desventurado entró en la Bastilla sin joyas, sin papeles y casi desnudo.
--Ya veis que no puede ser más sencillo el caso.
--Quedaos aquí, y que conduzcan el preso al archivo.
Baisemeaux llamó a un teniente, y le dio una consigna, que éste transmitió automáticamente a quien de-
bía.
Media hora después se oyó cerrar una puerta en el patio: era la puerta del torreón que acababa de soltar
su presa. Aramis apagó todas las bujías del comedor, dejando tan sólo una encendida detrás de la puerta.
Aquella luz trémula no permitía fijarse en los objetos, pues duplicaba los aspectos y los vislumbres con su
movilidad.
Se iba acercando el rumor de pasos.
--Salid a recibir a esos hombres, --dijo Aramis.
El gobernador obedeció, y despidiendo al sargento y a los carceleros, seguido del preso regresó al come-
dor, donde con voz conmovida notificó al joven la orden que le devolvía la libertad.
El preso escuchó sin hacer un gesto ni proferir una palabra.
--Ahora y cumpliendo una formalidad que exige el reglamento, --añadió el gobernador, --vais a jurar
que nunca jamás revelaréis cuánto habéis visto u oído en la Bastilla.
El preso vio un crucifijo, y tendiendo la mano, juró sólo con los labios.
--Estáis libre, --dijo Baisemeaux, --¿adónde pensáis ir?
El joven volvió la cabeza como buscando tras sí una protección con la cual contara de antemano.
--Aquí estoy, para prestaros el servicio que os plazca pedirme, --dijo Aramis saliendo de la penumbra.
--Dios os tenga en su santa guarda, --dijo el preso con voz tan firme que hizo estremecer al gobernador,
tanto cuanto le extrañara la fórmula.
El preso, ligeramente sonrojado, apoyó sin vacilación su brazo en el del obispo.
--¿Os da mala espina mi orden? --dijo Aramis estrechando la mano a Baisemeaux; --¿teméis que la en-
cuentren si vienen a practicar un registro?
--Deseo conservarla, --respondió el gobernador. --Si la encontraran en mi casa sería señal cierta de mi
perdición, y en este caso tendría en vos un poderoso auxiliar.
--¿Lo decís porque soy vuestro cómplice? --repuso Aramis encogiendo los hombros. --¡Bah! Adiós,
Baisemeaux.
Los caballos aguardaban, sacudiendo, en su impaciencia, la carroza.
El obispo, a quien el gobernador acompañó hasta el pie de la escalinata,


 

 
 

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